La Voz de la Herejía

La Voz de la Herejía es una novela histórica inspirada en la época de la Inquisición en la Nueva España. La historia se basa en información real sobre el Santo Oficio y la vida en el México del siglo XVII, aunque los personajes y el supuesto manuscrito del Archivo General de la Nación (AGN) son parte de la ficción.

Esta obra busca mostrar, a través de un relato narrativo, cómo el control religioso y el miedo podían influir en la vida de las personas, e invitar a reflexionar sobre la importancia de la libertad de pensamiento.

Capítulo I — Entre la tienda y las campanas

José Manuel Farfán de los Godos nació en la Ciudad de México en 1663, en el seno de una familia de comerciantes y religiosa. Su infancia trascurrió entre la disciplina estricta de su hogar y una observación impulsada por la curiosidad de saber más sobre el mundo que lo rodeaba. A lo largo de su vida estuvo marcada por la educación católica que estaba a cargo de frailes dominicos, quienes le enseñaron latín, doctrina y moral católica, formando un joven obediente en apariencia, pero lleno de preguntas que guardaba para sí mismo.

Se preguntaba sobre si realmente la justicia era un acto de dios sobre el sentido del sufrimiento del ser humano y sobre la existencia del inferno. No eran preguntas que compartiera libremente, sino que anotaba cada pensamiento que llegara a su mente, en un pequeño cuaderno de color café, hecho de piel que siempre llevaba consigo mismo en cualquier momento, como si estuviera protegiendo su propia alma ante el mundo, era su refugio. En él anotaba reflexiones sobre la verdad, el miedo y la naturaleza del hombre, mientras aprendía a distinguir entre lo que debía decir y lo que podía pensar.

El 6 de agosto de 1688 en la Ciudad de México despertaba entre una neblina muy densa. Las calles empedradas aún conservaban la humedad de la lluvia de la noche anterior, y el sonido de las campanas de la Catedral se esparcía por toda la ciudad. Cada campanada era un breve recordatorio de que Dios y el Santo Oficio siempre estaban atentos a todo.

José Manuel Farfán de los Godos ahora un joven de veinticinco años  trabajaba en el negocio familiar de comercio de telas y especias. Mientras contaba las monedas, revisaba la mercancía, atendía a los clientes con cuidado y aunque la vida parecía tranquila, no podía dejar de tener ese sentimiento de que como la su vida y la de los demás estaba siendo controlada por algo más grande que ellos, se sentía como una mirada que los seguía a donde quiera que fueran, no importaba que hicieran siempre los estaba ahí. Una tarde, mientras acomodaba algunas telas, llegó un cliente habitual, Don Alonso, un mercader mayor con una importante fama.

—José Manuel —dijo Don Alonso mientras examinaba un paño—, ¿has oído lo que pasó con el vecino de la calle de la Palma? Dicen que lo llevaron por decir que las penitencias no purifican el alma.

—Sí, lo escuché —respondió José Manuel—. Pero… ¿cómo pueden castigar a alguien solo por lograr tener un pensar diferente?

Don Alonso suspiró y se sentó un momento sobre una caja de especias.

—Aquí la gente cree que es mejor callar. Pero lo que no entienden es que el Santo Oficio no solo castiga lo que se dice en voz alta. También observa cómo piensas, cómo miras, hasta cómo te mueves.

José Manuel se quedó en silencio, pensando en sus propios pensamientos.

— ¿Y usted nunca ha tenido dudas, Don Alonso? —preguntó finalmente—. No sobre la Fe, sino sobre si todo lo que está sucediendo es justo.

—Dudas, por supuesto que las he tenido —dijo el mercader, bajando la voz—. Pero aprendí que algunos pensamientos son peligrosos.

Ese mismo día, por la tarde, José Manuel fue a la taberna de la calle de la Moneda. Allí se encontraba con amigos y aprendices, todos jóvenes como él. La conversación empezó con temas de trabajo, pero pronto derivó hacia los rumores y situaciones que se han esparcido entre la gente. — ¿Han oído hablar del fraile que desapareció la semana pasada? — preguntó un aprendiz mientras servía vino—. Dicen que lo atraparon por leer un libro en latín sin permiso.

—Es increíble —respondió otro joven—. No basta solamente con rezar y cumplir con las condiciones de la Iglesia; sino que también hay que seguir sus reglas.

José Manuel se inclinó sobre la mesa pensando sobre todas las ocasiones que el mismo tuvo que mantener sus propios ideas en silencio, había tantas veces que el solo quería expresar lo que decía su corazón, tal vez por el nivel del alcohol que había ingerido las inhibiciones de ese día estaban frágiles, así que decido hablar con más libertad.

—Me pregunto… ¿y si todo esto del infierno y el castigo eterno es solo para que tengamos miedo? Tal vez Dios no nos quiere asustados, sino que tal vez los hombres que interpretan la fe la utilizan para controlarnos.

Un amigo lo miró sorprendido:

—Eso es peligroso, José Manuel. ¿Sabes cuántos han sido denunciados solo por hablar así?

—Lo sé —respondió él—. Pero no puedo dejar de preguntármelo. Desde niño he sentido que algo no encaja. Los libros, los sermones… todo me hace pensar que hay más de lo que nos dicen.

—Pero ¿y tu familia? — preguntó el joven—. ¿Qué dirían si supieran lo que piensas?

—Que cumpla con las apariencias —dijo José Manuel con una media sonrisa—. Pero mis pensamientos… esos son míos. Nadie puede arrebatármelos.

Aun cumpliendo con sus deberes en la tienda y respetando las normas religiosas, José Manuel empezaba a notar cómo la vida cotidiana estaba llena de restricciones: los clientes que miraban de reojo lo que compraban, vecinos que comentaban con cuidado, incluso niños que ya sabían qué palabras evitar. Cada conversación, cada gesto, reforzaba sus dudas y su necesidad de escribir y pensar por sí mismo.

Capítulo II — Las voces y las sombras

Pasaron algunas semanas desde aquellas conversaciones en la taberna. La vida de José Manuel parecía seguir igual atendía la tienda, ayudaba a su padre con las cuentas y saludaba a los vecinos con cortesía. Pero algo había cambiado. Desde aquella noche en la que el hablo con más libertad y sin cuidado, empezó a notar ciertas miradas diferentes en la calle, algunos silencios incómodos cuando entraba en la taberna.

Una tarde, mientras pesaba unas telas en la tienda, entró Tomás de Villalobos, un conocido comerciante que a veces frecuentaba las mismas reuniones. Era un hombre alto, de rostro serio y mirada fría. Como todas las veces que lo vio José Manuel lo saludó con amabilidad.

—Buenas tardes, don Tomás. ¿Busca alguna tela en especial?

—Solo estoy viendo —respondió el hombre, observando los rollos de lino—. Dicen que hay escasez de ciertas mercancías.

—Un poco —dijo José Manuel—. Todo sube de precio últimamente.

—Sí, todo… —contestó Tomás, bajando la voz—. Incluso las palabras.

José Manuel lo miró sin entender del todo. Tomás sonrió levemente y cambió de tema, pero en el ambiente quedó una sensación extraña, como si esa frase tuviera otro significado oculto.

Días después, comenzó a notar que un hombre desconocido lo seguía a distancia. Lo veía en el mercado, en la puerta de la tienda, e incluso cerca de la taberna. No decía nada, solo observaba.

Una tarde, cuando José Manuel entró al local, su padre lo recibió con rostro serio.

—Hijo, hoy vinieron a preguntar por ti —dijo con voz baja—. Dijeron que del Tribunal del Santo Oficio.

José Manuel se quedó inmóvil.

— ¿Por mí? ¿Y qué querían saber?

—Solo preguntaron si asistías a misa con frecuencia, si cumplías con los ayunos mandados los viernes de cada semana, si te reunías con gente “poco devota”. Me limité a decir que eres buen muchacho y trabajador.

—Gracias padre —dijo con un suspiro de alivio

—Hijo tal vez por el momento deberías solo concéntrate en el trabajo por ahora  —le comentó su padre con una mirada de preocupación.

José Manuel asintió, intentando mantener la calma, pero sintió un peso en el pecho. Sabía lo que eso significaba: alguien había hablado. José Manuel paso toda la tarde recordando esa conversación en la taberna, las risas, los comentarios, y sobre todo, aquella frase suya sobre el infierno. Se dio cuenta de que alguien lo había escuchado. Tal vez Don Tomás. Tal vez algunos de los aprendices que buscaban ganarse el favor de las autoridades.

Esa misma noche José Manuel se encontraba sentado en la oscuridad de su habitación, sutilmente sin intentar hacer ruido, encendió una vela y sacó de un compartimiento en su escritorio un pequeño cuaderno de tapa marrón oscuro. Era su diario, donde copiaba pensamientos, frases y reflexiones que no se atrevía a decir en voz alta. Abrió una página en blanco y escribió con cuidado:

“Si pensar libremente es pecado, ¿entonces la Verdad también lo es?”

Miró las palabras durante un largo rato, como si temiera que alguien más pudiera leerlas. Luego cerró el cuaderno, lo envolvió en un paño y lo volvió a esconder en ese pequeño compartimiento en el escritorio. No lo sabía aún, pero ese cuaderno sería su testigo silencioso cuando todo comenzará a volverse en su contra.

Capítulo III — La sombra en la puerta

Los siguientes días comenzaron volviéndose más silenciosos para José Manuel, desde aquella noche en la taberna, algo había cambiado en ambiente. Los largos saludos que siempre terminaban en pláticas se convirtieron solamente en saludos más coros, miradas desviadas y algunos amigos que antes se acercaban a conversar, ahora lo evitaban con excusas torpes. En la ciudad, los rumores se movían rápido, más rápido que el viento que soplaba entre las calles angostas del centro. Bastaba una palabra mal dicha, una frase escuchada por oídos equivocados, para que todo se torciera.

José Manuel lo notó. Al pasar por la plaza vio a dos hombres que lo observaban desde lejos, uno con hábito oscuro y otro con ropas sencillas, pero con el aire de que lo vigilaban en cada paso que daba. En el mercado, una mujer cuchicheó su nombre cuando él pasó cerca, y más de una vez creyó escuchar pasos detrás de los suyos al anochecer.

Una tarde, al llegar a su casa, sintió un escalofrío. El aire estaba quieto, cerró la puerta y se fue directo a su habitación. Allí en el compartimiento de su escritorio, guardaba  su diario. Era su único refugio, el único lugar donde podía ser completamente sincero. Lo sacó y lo sostuvo un momento entre las manos. Las páginas olían a cera y tinta. Releyó algunos párrafos que hablaban del infierno, de la libertad de pensar, de cómo la religión debía servir al hombre y no dominarlo. Todo eso, ahora, podía ser su condena.

—Tal vez debería quemarlo —pensó, mirando hacia la ventana.

Pero no pudo hacerlo. Sentía que, si lo destruía, una parte de sí también se perdería. Esa noche lo enterró detrás de su casa, bajo un árbol seco, con las manos temblando y el corazón latiendo con fuerza.

Los días siguientes fueron aún más pesados. En las calles, el sonido de las campanas del Santo Oficio se escuchaba con más frecuencia. José Manuel apenas dormía. Cada vez que alguien tocaba la puerta, el miedo lo recorría por completo. Soñaba con el sonido de los pasos de los inquisidores, con su diario descubierto, con su nombre escrito en algún papel sellado con cera roja. Aunque él era un hombre libre, en su interior ya podía sentir las cadenas en su cuerpo.

Capítulo IV— La voz quebrada

Un nuevo amanecer llego con un golpe constante en la puerta. Al abrirla había tres hombres vestidos de negro, con insignias del Santo Oficio, esperaban afuera. Detrás de ellos, un escribano sostenía un papel sellado. José Manuel apenas tuvo tiempo de reaccionar.

— ¿José Manuel Farfán de los Godos? —preguntó el hombre que se encontraba al frente.

—Sí… soy yo. —  respondió José Manuel con una voz temblorosa

—Por orden del Santo Tribunal, queda arrestado por sospecha de herejía.

El aire se le fue del pecho. Sintió que todo el peso del mundo caía sobre sus hombros. Intentó hablar, preguntar, defenderse, pero las palabras no salían. Uno de los hombres le ató las manos con una cuerda áspera y lo empujó fuera de la casa. Al mirar hacia atrás vio  a su madre llorando ella había criado a un buen hombre, pero el Santo Oficio pensaba otra cosa. Al ver los ojos de su padre pensó en el árbol seco del patio y en el diario enterrado bajo la tierra húmeda.

“Que nadie lo encuentre”, rogó en silencio.

El trayecto hasta el edificio del Santo Oficio fue corto, pero pareció eterno. La gente lo miraba desde las ventanas de las casas y algunos murmuraban oraciones pidiendo por su alma. Cuando llegaron, lo llevaron a una sala oscura, con una mesa al centro y una vela encendida que apenas iluminaba los rostros de los oficiales inquisidores.

El principal, un hombre de voz grave y rostro severo, lo observó por largo rato antes de hablar.

—Hijo mío, se te acusa de haber negado los castigos del infierno y de haber hablado contra la Santa Fe. ¿Tienes algo que decir en tu defensa?

José Manuel tragó saliva.

—Yo… no negué nada. Solo… solo pregunté.

— ¿Preguntar sobre lo sagrado no es, acaso, dudar de Dios mismo? —replicó el inquisidor.

El silencio se hizo pesado. En la habitación solo se escuchaba el crujido de la madera y el goteo lento de la cera.

Otro de los jueces tomó la palabra:

—Hemos recibido testimonio de varios testigos. Afirman haber escuchado proclamar que el infierno solamente era un invento, ¿eso lo niegas?

José Manuel bajó la mirada. Quiso recordar sus ideas, la fuerza que sentía cuando escribía en su diario, pero el miedo lo había vaciado por dentro.

—Tal vez… tal vez me equivoqué —dijo en voz baja, sin saber que más hacer.

— ¿Entonces admites que tus palabras fueron falsas? —insistió el inquisidor.

—Yo… sí, tal vez lo fueron.

Los hombres se miraron entre sí y asintieron con gravedad.

José Manuel sintió cómo su corazón se encogía. No sabía si lo que acababa de decir era verdad o solo una forma de protegerse. Todo lo que alguna vez creyó tener claro —la razón, la duda, la libertad— parecía deshacerse frente a esos hombres vestidos de negro. Esa noche lo encerraron en una celda fría y húmeda. Pensó en sus padres, en su casa, en el diario escondido. Por primera vez, dudó no solo de la Iglesia… sino sobre si estaba preparado para lo que seguía.

Y en la oscuridad, mientras escuchaba las campanas de la Catedral a lo lejos, José Manuel se preguntó si alguna vez volvería a ser libre.

Capítulo V— La penitencia

Pasaron varios días antes de que José Manuel volviera a ver la luz del sol. En su celda, el tiempo se volvía algo confuso entre los rezos forzados y el eco de los pasos de los guardias. A veces le llevaban pan duro y agua, otras solo silencio. Cada amanecer, el miedo crecía, como si algo más estuviera por venir. Una mañana lo despertaron con un fuerte golpe en la puerta.

—Levántate, Farfán. Hoy escucharás tu sentencia.

Lo llevaron a una sala amplia, iluminada por un ventanal alto. En el centro, los inquisidores lo esperaban. Sobre la mesa había un crucifijo, una pluma y un documento con varios sellos.

El hombre de voz grave, el mismo que lo había interrogado, leyó con solemnidad:

—El Tribunal del Santo Oficio, habiendo escuchado tus palabras y considerando tu arrepentimiento, decreta que deberás retratarte públicamente y en papel de tus errores, pedir perdón ante Dios y comprometerse a denunciar cualquier blasfemia o herejía que escuches en adelante. Cumplirás además un periodo de penitencia en el Convento de San Jerónimo, bajo la vigilancia de los frailes.

José Manuel bajó la cabeza. No hubo lágrimas solo una sensación de vacío.

— ¿Entiendes la gravedad de tus actos? —preguntó el inquisidor.

—Sí, padre —respondió con voz débil.

—Entonces repite y escribe después de mí: “Me arrepiento de mis palabras y prometo servir a la Santa Fe.”

José Manuel escribió cada palabra una por una, aunque en su interior no sabía si lo escribió por verdadero arrepentimiento o miedo. Cuando terminó, le entregaron una túnica sencilla y un rosario. Un fraile se le acercó y lo miró con cierta compasión.

—Hijo, el silencio también es una forma de redención —le dijo en voz baja, mientras lo acompañaba hacia la salida.

Al salir del edificio del Santo Oficio, el sol lo cegó por un momento. La ciudad seguía igual como lo recordaba las campanas sonaban, los comerciantes gritaban sus precios, la gente caminaba sin mirar. Pero para él, todo se sentía distinto. Ya no era el joven curioso que copiaba pensamientos en un cuaderno, sino un hombre marcado por la culpa y el miedo.

Esa tarde fue llevado al convento, donde los muros eran altos y las puertas pesadas. Allí pasaría sus días orando, copiando textos religiosos y vigilando sus propias palabras. En las noches, al mirar el cielo desde la ventana, pensaba en el diario enterrado bajo aquel árbol seco. Se preguntaba si algún día alguien lo encontraría, si sus ideas volverían a respirar.

Y aunque había prometido servir al silencio, en lo más profundo de su alma, una pequeña chispa seguía encendida.

Una chispa que ni la Inquisición pudo apagar.